Sólo un loco saca a otro loco.
Cada vez parece menos sospechosa, la sospecha de que la sociedad padece de una enfermedad incurable que se mal llama locura. Tan numerosos como vanos, son los intentos de corregir los renglones torcidos que se salen de los márgenes del libro de registro de un sanatorio mental cualquiera, en cualquier lugar del mundo. Tanto es así, que quizás la otrora manía persecutoria de la locura, se haya transformado en un campo de investigación demasiado alternativo para los que se afanan en naturalizar un mal que antes se presentaba como algo demoniaco o enfermizo.
¿Y dónde presentar a la locura, desnuda y sin tapujos, mejor que sobre un escenario? Esta corriente dramática ha estado presente siempre en la dramaturgia, si bien hubo antaño, pero no muy lejos, épocas que fueron especialmente referente de la locura como leitmotiv del drama. Baste citar nombres como Machado, Azorín, Valentín Andrés Álvarez, Claudio de la Torre, Sánchez Mejías o Alejandro Casona, para darse cuenta de “lo loco que puede llegar a ser el teatro”.
En la actualidad, los estados de locura se fusionan en el drama con estados de ansiedad, depresión, obsesiones, y TOC’s, dando lugar a toda una amalgama de estilos y propuestas que podrían hacernos pensar que no hay cuerdo que no se haya vuelto loco alguna vez; ni loco que cuerdo no quiera estar.
Tomando como eje de sus acciones la encarnación de la insatisfacción, la obsesión sexual y el complejo de inferioridad -tres clásicos de la locura moderna y no tan moderna- teje una trama en la que se alerta no sólo sobre la presencia cada vez más creciente de las afecciones mentales en la población humana, sino también sobre la ética de ciertas praxis médicas.
La puesta en escena es sencilla a la par que elocuente, con pocos elementos escenográficos que recrean la atmósfera fría de las salas de un hospital poco acogedor, contenido en un espacio alegórico, a veces natural, a veces urbano, diseñado a partir de enormes telas de dimensiones exageradas que presenta a las pacientes como liliputienses ante un universo de cinco patas, gigante e inalcanzable. Quizás peque, precisamente por su grandiosidad, de hurtar innecesariamente algo de protagonismo a los personajes aunque, en este sentido, desconocemos si esa pudiera ser la verdadera intención de la dirección escénica.
Las transiciones entre los diferentes cuadros están bien diseñadas, gracias a la incorporación de efectos lumínicos y sonoros. Al mismo tiempo, este matiz complica la ejecución técnica, a la hora de coordinarlos con el posicionamiento de las actrices en escena.
Los personajes están bien presentados en el guion, pese a la posible indefinición de sus trastornos, ya que la ambigüedad de sus diagnósticos juega a favor de un contexto actual en el que ya no es fácil determinar la frontera entre locura, enfermedad, o simple trastorno mental (la OMS reconoce hasta cuatrocientos tipos diferentes de trastornos mentales). No obstante, como aspecto a mejorar, cabría señalar la falta generalizada de progresión narrativa en las acciones de algunos personajes cuyos cambios de humor, de lucidez, y hasta de personalidad, podrían hacerse más patentes.
La guinda del pastel es un final sorprendente en el que, además, el comité facultativo acaba rompiendo la cuarta pared para dirigirse al respetable a modo de moraleja, dando cuerpo de fábula a la obra.
En resumen, asistimos al nacimiento de un nuevo montaje de la compañía La TEAdeTRO, que fiel a su reto de seguir creando producciones propias (desde la dramaturgia hasta las costuras de sus entretelas) arranca con un proyecto de calado social muy actual y con moraleja, que seguirá creciendo y dando muchas satisfacciones a propios y ajenos.
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